15 May A la vuelta de la esquina
En este pequeño país estremecido por la penuria económica y el desmoronamiento de valores e instituciones; con cinco millones de desempleados, un 10% de hogares con todos sus miembros en el paro y casi tantos pobres como hace un siglo; con los abanderados de ETA haciendo el paseíllo de nuevo para aposentarse en la poltrona que les financiaremos entre todos a punta de pistola constitucionalmente bendecida; con cientos de miles de jóvenes en la calle exigiendo un presente porque están hartos de no tener futuro; en este pequeño país, y así lo digo porque nos hemos empequeñecido a fuerza de no tener ambición o exigírsela a los capitanes que ponemos al timón, estamos doblando la esquina de ese extraño lapso de quince días que absurdamente llamamos campaña electoral (como si no lo fuera cada día de nuestro calendario).
Acabamos de doblar la esquina y enfilamos la última calle o recta final para llegar a lo que nos espera el 22 de mayo.
Todavía conmocionados por el estupor y la tristeza de un terremoto inimaginable en nuestro país de ladrillo y vacaciones, después de una primavera convulsa de revueltas arábigas en directo, y apenas recuperados del sobresalto tras ese pacto trágico entre mar y tierra en Japón que ha sacudido los miedos de una Europa envejecida, temerosa de apocalipsis y estupefacta ante eso de la dignidad como valor máximo.
Aquí estamos. A una semana de las elecciones, casi sin aliento algunos de tanto luchar contra los elementos, y embarrados otros en el lodazal de su propia porqueriza de engorde sin San Martín que lo renueve.
Pero a la vuelta de esa esquina está esperando la posibilidad de un cambio. La certeza de un cambio necesario.
Aunque a veces nos pueda la negrura, hay luces por todas partes que avisan de ese cambio. Luces que tienen nombre y apellido.
Déjenme compartir con ustedes una de esas luces, brillante y poderosa. No es de aquí, pero ha vivido con nosotros estos últimos diez meses, y ha sido un testigo y protagonista excepcional de nuestra realidad patria.
Normando Hernández llegó a España con su familia el pasado mes de julio. Con Yarai Reyes, su esposa, Dama de Blanco, y Danielita, su hija, esa nena extraordinaria. Con sus primos y su tío, que cuidó de todos mientras él estaba en prisión. Vinieron prácticamente con lo puesto. Media hora les dejaron para recoger cuatro cosas y tomar el avión. Normando era uno de los primeros desterrados cubanos a los que nuestro Gobierno trajo a Madrid como parte de un acuerdo vergonzoso de excarcelación. Uno de los que alojaron en el Hostal Wellcome de Vallecas con un escandaloso “permiso de salida definitivo” escrito a mano en su pasaporte y en el de los familiares que llegaron con él.
El próximo miércoles, por fin, Normando y su familia se marchan a EE.UU. para reunirse con Blanca González, la madre de Normando, en Miami. Después de meses de resistencia a la reubicación forzada, de vivir en condiciones lamentables, de ser tratados como inmigrantes ilegales por CEAR y Cruz Roja, de pelear sin desfallecer para que se reconociera su estatus de refugiado político y su causa (la causa justa de la libertad), ya tienen pasaporte y visados para todos.
En este tiempo, Normando ha denunciado inequívoca y sistemáticamente la complicidad del Gobierno español con el Gobierno de Castro. Desde el mismo momento en que llegó a Madrid, tras siete años de encarcelamiento y torturas físicas y psicológicas, con apenas 50 kilos de entereza y el sistema digestivo destrozado, Normando no ha dejado ni un solo día de reivindicar la libertad para Cuba y para sus compañeros de conciencia aún presos. Ha viajado como ha podido, ha hecho declaraciones, ruedas de prensa, recibido premios en varios países, publicado un libro y ultimado la redacción de otros dos. Ha peregrinado por consultas y hospitales para remediar en lo posible su maltrecha salud y la de su hija, siempre con Yarai, infatigable, a su lado.
Hoy que ha recuperado casi un peso normal, que ha empezado a poder dormir por las noches, a comer algo distinto a potitos y yogures, Normando no duda en ser crítico con los sectarismos dentro de la disidencia, en denunciar protagonismos indebidos por algunos que “en Cuba no ladraban pero en España muerden”. En anteponer la libertad y la democracia para su país a cualquier movimiento acomodaticio.
Es un hombre admirable. Son una familia admirable. Pura determinación e integridad. Y es un verdadero privilegio haber podido conocerlos, haber compartido estos meses aquí, con sus angustias e incertidumbres. Conocer de sus propios labios las historias de sus siete años en prisión, más vívidas, libres y emocionadas según pasaba el tiempo y Normando reconquistaba su territorio interior, superando tanto miedo y soledad instalados en lo más profundo. Historias inimaginables para los que creemos que la democracia es el estado natural de las cosas.
Pero lo mejor, si cabe, de este tiempo compartido con Normando y Yarai ha sido ver España con sus ojos. Con su visión esencial, primigenia, auténtica de la política. Su capacidad de enfoque, de apreciación de señales y caminos. Su valoración de lo sustancial.
Se nos olvida a cada rato lo difícil que es ser valiente. Valiente de verdad. Cada día, muchos días, meses, años. Todo el tiempo. Normando, Yarai y Daniela son, sobre todo, eso: luces resplandecientes de valentía.
Por eso digo que hay muchas luces. Ayer, a la vuelta de esta esquina, tuve el honor de despedirlos y brindar con ellos para celebrarlo.
Por eso digo que, a la vuelta de esta esquina, está esperando la certeza de un cambio.